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sobota, 6 sierpnia 2011

Interesujący artykuł

Polecam artykuł napisany przez José Antonio Millán AlbaŹródło:http://trabajoentrelostrabajos.wordpress.com/




Saber para servir


“¡Llevo todo el dia sola encerrada entre cuatro paredes!”, es la queja que con frecuencia dicen muchas mujeres dedicadas al trabajo doméstico, y no es raro que para escapar a esa soledad y a ese encierro pongan la radio, e incluso la televisión, si hay una en la cocina, para encontrar una compañía mientras trabajan…



No sé si estas consideraciones podrán ser de utilidad; en cualquier caso, es mi experiencia, la de un varón; pero, de estos trabajos, ¿no sería bueno que los varones, por haberlos practicado, algo pudiésemos hablar?
Soy Catedrático de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, Universidad en la que he ocupado también diversos cargos académicos. Director del Instituto Cervantes de París, y profesor invitado en la Universidad de la Sorbona (París III y IV), así como patrono de distintas Fundaciones de carácter cultural.
Respecto del trabajo doméstico, puedo decir lo siguiente. En casa -cuando estábamos recién casados- y luego, mientras los niños fueron pequeños, como trabajábamos los dos -Pilar es profesora de Instituto de enseñanza media-, los dos nos ocupábamos de los trabajos de casa, con alguna ayuda puntual de una persona contratada a estos efectos, que entonces venía un día a la semana, y luego dos, a ocuparse de una limpieza más a fondo. Así ha seguido siendo durante muchos años, cuando los niños iban creciendo y se encargaba cada uno de alguna tarea concreta de casa de acuerdo con su edad.
Más recientemente, lo que no deja de ser paradójico, cuando sólo queda una hija en casa, la ayuda exterior es mayor. También es cierto que ya tenemos una edad en la que estos trabajos, algunos de los cuales requieren una disposinibilidad física de la que a veces carecemos, cosa que inevitablemente irá a más, empiezan a resultarnos más gravosos que en años más juveniles.
De todas maneras, cuando he dicho que nos ocupábamos los dos, aún siendo eso fundamentalmente cierto, también es cierto que el peso mayor del hogar lo llevaba mi mujer, sobre todo en lo que se refería la planificación de ese trabajo -decidir qué había para comer o cenar, qué había que comprar, etc.- lo que en ocasiones resulta más trabajoso que la materialidad de hacerlo-, o en lo tocante a la limpieza, la ropa y la plancha. Sin embargo, como yo tenía más disponibilidad de horario, tareas como hacer a primera hora de la mañana la comida para que los niños se la llevasen en un termo al colegio -aún me asombra que hayan podido crecer medianamente sanos y fuertes-, u ocuparse determinados días de la limpieza, así como los baños y cenas solían correr a mi cargo.
De la limpieza tenía a mi cargo exclusivo el salón, digamos que por un motivo de desacuerdo matrimonial: a mi mujer, como he visto luego que alguno de mis hijos, le gustan los espacios amplios, despejados y libres, mientras que yo tiendo a llenarlos y a hacer, dentro de uno más grande, pequeños espacios con autonomía propia, que tengan, a su vez, relación entre sí, lo cual multiplica muebles y objetos, cosa de lo que mi mujer abomina. Parecía lógico, por tanto, que el causante de tanta abundancia y multiplicación de objetos, aprendiese en propia carne lo que significa mantenerlos y ocuparse de ellos.
Algo análogo ocurría con los libros, en este caso no por desacuerdo matrimonial: en casa hay, en gran parte producto de una tradición familiar, algunos miles de ellos y, como es bien sabido, los libros cogen un polvo de mil diablos. Mi mujer es partidaria de tener pocos -los necesarios- y buenos, cosa en la que no me queda más remedio que darle la razón.


¿Qué he podido sacar en limpio de este trabajo doméstico que aún no ha terminado, ni terminará mientras sigamos vivos? 
Además de facilitarme la ocasión para ejercitarme en ciertas virtudes, de lo que no siempre he salido airoso, y de unirme mucho más a mi mujer, sobre todo cuando podíamos hacerlo juntos, algo me ha hecho reflexionar y me ha dado materia para pensar.
El trabajo doméstico surge de una gran necesidad, que al mismo tiempo es urgente: la necesidad de mantenernos vivos. Pero, al mismo tiempo, va más allá: responde también a la necesidad de hacer del mundo algo habitable, algo simplemente humano. En este sentido tiene mucho que ver con la maternidad -de la que en absoluto está exenta el varón-, que no sólo consiste en dar a luz , sino también en estar constantemente engendrando el mundo y manteniéndolo. Para eso se necesita una gran fortaleza y, por decirlo así, un gran amor.
Esta mesa sobre la que ahora escribo, dejada al albur del tiempo, acumula una capa de polvo que todo lo impregna, que la ensucia y la hace impracticable; se necesita, por tanto, limpiarla una y otra vez, en una tarea que nunca acaba, para poder, simplemente, usarla. A esto me refiero cuando digo que el trabajo doméstico responde a la necesidad de hacer el mundo algo habitable: a ese estar constantemente manteniéndolo.

Pero quizá haya aún más: supongamos que esta misma mesa fuese de una madera cuya riqueza y calidad aparece en la hermosura del dibujo y de los tonos que forman sus vetas, a lo que tal vez quepa añadir el maravillos trabajo de marquetería que en su momento realizó en ella el artesano que la hizo y que esas capas de polvo perjudican y ocultan. Limpiarla, es decir, buscar las impregnaciones correspondientes, la ceras adecuadas, etc., darlas al hilo de la madera, siguiendo una y otra vez sus vetas, todo ello es restituirle su belleza, devolverle a su esplendor primero, para que las cosas, como los seres humanos, brillen en toda su plenitud; a esto es a lo que me refiero cuando digo que es un estar constantemente engendrando, para lo que se requiere, efectivamente, mucha fortaleza.

Hacer la compra, para cocinar, para dar de comer, para volver a hacer la compra, para cocinar de nuevo, para dar una vez más de comer…

Hacer la cama, para que a la mañana siguiente esté deshecha, para volver a hacerla… Hacer lo baños para poder usarlos, para de nuevo hacerlos, para volver a usarlos… Lavar y planchar la ropa, para usarla, para volver a lavarla y de nuevo plancharla, etc. Todo ello responde al ritmo cíclico y repetitivo que tiene todo organismo vivo dotado de un cuerpo, que sigue el mismo movimiento con que se sucede el día y la noche, o la alternancia de las estaciones.
El trabajo doméstico responde al hecho de que los seres humano estamos insertos en el mundo natural, de que tenemos cuerpo, y supone una afimación fundamental, con sus ventajas y sus servidumbres, de la corporalidad humana; desdice, por vía de inversión, de cualquier forma angelismo o de espiritualismo.

Si vuelvo ahora a mi trabajo universitario, puedo darme cuenta de que este trabajo requiere soledad, pero una soledad muy particular, puesto que nunca estoy más acompañado que cuando estoy así solo, viendo desfilar antes mí épocas, sociedades, grupos humanos, individuos, sensibilidades, seres que se han objetivado y con los que dialogo.

El trabajo doméstico es así y al mismo tiempo no lo es. Supone una relación directa con cosas, y pudiera pensarse que sólo con cosas: la ropa tirada, los juguetes sin recoger, cuentos, lapices y papeles desparramados por el cuarto, la montaña de ropa sucia acumulado en el cesto, la otra montaña de ropa limpia por planchar, los baños por hacer…
“¡Llevo todo el dia sola encerrada entre cuatro paredes!”, es la queja que con frecuencia dicen muchas mujeres dedicadas al trabajo doméstico, y no es raro que para escapar a esa soledad y a ese encierro pongan la radio, e incluso la televisión, si hay una en la cocina, para encontrar una compañía mientras trabajan. Y si el trabajo doméstico es sólo eso, sino es más que soledad, si se cierra y termina ahí, si sólo son cosas con las que me relaciono, entonces tienen razón en su queja.

Pero cabe preguntarse si el trabajo doméstico es sólo eso, si detrás de él no hay personas a las que ese trabajo se refiere, individuos concretos de carne y hueso, con su historia, sus problemas y dificultades, sus alegrías y su sensibilidad. Sólo entendido como un acto de amor puede el trabajo doméstico, como, por lo demás, cualquier otro trabajo, traspasar los límites de su propia clausura e ir más allá, sólo que el doméstico, a diferencia de otros, surge de una gran necesidad, de una necesidad primera e ineludible sin cuya atención los demás apenas podrían tener lugar.

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